Huellas de luz

Texto de Alejandro Castellote

Al principio, antes de que los temas, las series, los proyectos y las ansiedades se conviertan en parte inseparable de un fotógrafo, hay un periodo que todos comparten; por encima de las trayectorias personales y de la formulación de discursos éticos o estéticos. Es un periodo de carácter iniciático que tiene un elemento común para todos los que se acercan a la fotografía: la magia. Magia alquímica que se desvela en la soledad del laboratorio; magia asociada al lapso de tiempo que transcurre entre la toma de la fotografía y su revelado. Ese momento en el que se contrasta la imagen latente que la imaginación ha previsualizado con la que surge en el negativo por la acción de los químicos. Es tal la fascinación que genera ese proceso, que muchas personas quedan irremisiblemente enganchadas de por vida a la fotografía.

Tal como decía Gary Winogrand –“fotografío para comprobar como se ve el mundo en una fotografía”-, para muchos la captura de imágenes está vinculada a la necesidad de reproducir una y otra vez ese proceso de descubrimiento. Un ritual que la fotografía digital ha modificado, eliminando el tiempo de espera que precede a la aparición de la imagen. Un tiempo de dimensiones variables en el que habita la fantasía y dota de una pátina casi espiritual al instante en que se alza el negativo húmedo para examinarlo a contraluz. Incluso el léxico de ese proceso está en vías de desaparición. Ya no decimos “esa foto no ha salido”. Como si las imágenes emergieran del magma oscuro del subconsciente. Como si algunas no fueran capaces de atravesar el territorio existente entre la imaginación a la realidad.

Estas imágenes de Julio Álvarez Yagüe pertenecen a ese periodo. Un periodo en el que la luz es la verdadera protagonista y el afán de controlarla se impone a otras aspiraciones. Quizá por ello, en esas primeras aproximaciones a la interpretación del mundo mediante la fotografía, lo que se hace visible pertenece más al ámbito de las evocaciones y se transparentan gestos estéticos –el orden y la elegancia en el caso de Julio- destinados a comunicar, pero sobre todo a compartir, las esencias de nuestro universo más íntimo. En ese viaje metafórico coinciden la exploración y la sorpresa; el azar y la razón. Tímidamente, comenzamos a mostrar y a reconocer las huellas que identifican nuestra presencia en el mundo. Huellas ambiguas, rastros sensoriales que todavía desconocen la nostalgia. Un paisaje emocional que todos hemos habitado y a todos nos pertenece.

Alejandro Castellote